miércoles, 24 de febrero de 2010

"Cambio de Palabras", libro de entrevistas de César Hildebrandt.

Palabras de anoche (*)

César Hildebrandt (Periodista)

Después de escuchar a César Lévano y a Pedro Salinas, lo mejor sería que hiciera lo que a Hugo Chávez no le dio la gana de hacer ante la exigencia borbónica del rey Juan Carlos. Pero los organizadores de esta presentación me demandarán si no digo algo.

Así que empezaré diciendo que agradezco a Tierra Nueva Editores, una editorial loretana, haber recordado que existía un libro llamado “Cambio de Palabras”, un libro agotado al punto de circular en fotocopias, un libro de entrevistas que hoy conoce esta segunda y aumentada edición, la que incorpora entrevistas que debieron de estar en la primera versión y alguna que otra realizada después de esa primera publicación.

Entre las novedades de esta edición están las entrevistas a Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa, Manuel Scorza y Javier Valle Riestra. Y los editores han incluido, por su cuenta y riesgo, una entrevista que me hiciera Reynaldo Naranjo para sus “Talleres de Comunicación”, una entrevista que tomó la forma de un monólogo predicador al que Naranjo y José María Salcedo titularon, a mis espaldas, “El estilo Hildebrandt”, sea lo que fuere lo que esa frase quiera decir.

Ahora, déjenme decir algo sobre las entrevistas, que es el tema que nos reúne esta noche.

La entrevista consiste en hacer que el otro diga lo que no debió decir.

O en hacer que recuerde lo que no está dispuesto a recordar por placer.

O en empujar al otro a una respuesta que contradiga una tesis anterior sostenida por la víctima en una revista que tuvimos que rebuscar.

De tal modo que la entrevista es, como habrán visto, un pariente pobre del sadismo, un sustituto pálido del poder y un premio consuelo de la autoridad.

Algo o mucho debo de tener, por lo tanto, de sádico, de amante del poder y de autoritario. Y si los que me quieren no me creen, pregúntenle a quienes no me quieren y ya verán.

Y, sin embargo, las entrevistas que más me gustó hacer fueron aquellas que hice con el fervor de un cómplice. Es decir, aquellas donde nada tuve de sádico ni de amante del poder ni de autoritario.

Y veo que, de alguna manera, todas esas entrevistas entrañables tuvieron que ver con la literatura, el viejo amor al que le puse cuernos desde el primer día en que pisé una redacción.

Cuando era un lector maniaco, cuando era un adolescente maniaco leyendo diez horas diarias, siempre me soñé escribiendo en un garaje lleno de gatos y puchos de cigarrillo.

La vida me quiso, más bien, en una casa sin gatos pero con perros y con los puchos de cigarrillo de Rebeca. Porque es cierto que el hombre propone y los puchos son los que disponen.

Esas entrevistas beligerantes se cotizaron siempre más alto que las amables. Pero yo, en secreto, prefería las amables.

Y las prefería porque en ellas no se perseguía encontrar la verdad, ni descifrar un pasado, ni mapear el zigzag de una vida ni bucear en la historia de un partido o de una época.

En ellas no se perseguía nada sino que lo que se quería era tocar a dúo alguna improvisación, tocar al alimón alguna melodía que el tiempo haría irrepetible.

Con Juan Gonzalo Rose, el adagio más ronco; con Borges, el allegro de su cinismo; con Bryce, alguna opereta de Offenbach.

En esta edición depurada han sido suprimidas algunas entrevistas duplicadas y otras a las que los años habían cubierto de maleza.

Quedan, pues, en lo que a política se refiere, los testimonios de quienes encarnaron y encauzaron la política peruana del siglo XX.

Allí está Haya de la Torre, de quien recuerdo su casa mucho más pobre que rica, su persistencia en el error, sus brillos de interlocutor impaciente, y sus perros chuscos (sin alusiones contemporáneas) al cuidado de Jorge Idiáquez.

Allí está don Jorge del Prado, a quien jamás pude imaginar juvenil y desde cuya voz cascada salían eslóganes y grandiosos mitos que a mí me sonaban a juicios de Moscú.

Allí está Fernando Belaunde Terry, quien jamás me volvió a hablar después de esa entrevista, que consideró insolente e impropia.

Pero están también el entrañable y dignísimo Andrés Townsend Ezcurra, Héctor Cornejo Chávez, Pedro Beltrán Espantoso, Armando Villanueva, Hugo Blanco, Luis Alberto Sánchez, Pablo Macera, Luis Bedoya Reyes, Enrique Chirinos Soto, Julio Cotler, Leonidas Rodríguez Figueroa o Alfonso Barrantes Lingán.

También está en estas páginas, retratado para la posteridad que tanto amó, don Luis Miró Quesada de la Guerra, el fundador de “El Comercio” moderno y el hombre que guió al periódico a luchar en contra de la International Petroleum Company -sucesora de la Standard Oil Company, propiedad de los Rockefeller-, y a enfrentarse a la derecha fisiocrática que encarnaban “La Prensa” y sus mentores.

Después de leer esta lista de personajes entrevistados, nadie puede negar que lo que aquí se presenta es más que un libro. “Cambio de Palabras, segunda edición”, es, casi en su totalidad, un cementerio, un panteón de próceres, una sesión de espiritismo.

Es una lástima que estos muertos ilustres hayan muerto de modo tan intestado. De la izquierda de Barrantes, que estuvo a punto de llegar al poder, quedan sólo deberes que cumplir (y que espero que nadie quiera cumplir hasta el último cartucho).

De don Fernando Belaunde quedó una sigla, un hijo liberal, varios sobrinos, pero ningún partido. De ese prodigio de parlamentario y polemista que fue Héctor Cornejo Chávez sólo queda el reconocimiento perecedero de quienes lo escucharon. Y no quiero decir qué ha quedado de don Pablo Macera porque de eso se encargarán los años y ojalá que la compasión.

De los entrevistados en este libro-mausoleo, el único muerto intestado que dejó un partido y varias ferocidades en disputa, fue Haya de la Torre. Hoy, tras la muerte o la jubilación de los primeros combatientes, el albacea de Haya ha vendido las joyas de la abuela, la caja de laca japonesa, lo poco de antiimperialismo que quedaba, Collique y el Pentagonito, y gobierna con los hijos y nietos de quienes acusaron a su líder de narcotraficante y terrorista.

Alguien puede preguntarse por qué no hay una entrevista al doctor Alan García en este libro.

La respuesta es sencilla: porque el doctor García sólo concede entrevistas a quienes invita a Palacio para tomar el té.

Además, hay razones de otra índole. Los discursos del doctor García son tan variados y encontrados, tan contradictorios y simultáneos, que hacerle una entrevista sería una hazaña comparable a la de tirarle un dardo inmovilizador a un puma en acción.

Porque, ¿a qué García entrevistaría un periodista independiente que no fuese a Palacio a recordarle lo buenmozo e inteligente que es?

¿Entrevistaría al García proletario, al García-amigo-de-Pepe-Graña, al García de la CADE o al anpitucos, al que no cree en el Estado o al que inyecta diez mil millones de soles estatales en la economía, al García electoral del cambio o al García cambiado de la Presidencia?

De modo que este libro no ha incluido una entrevista al doctor García. Están, más bien, todos los que pueden explicar el porqué estamos como estamos y el porqué estos lodos vienen de esas polvaredas.

Por último, quiero referirme al silencio con el que este libro ha sido y será recibido. Con excepción de la revista “Caretas”, donde nacieron estas entrevistas, y de “La Primera”, que dirige don César Lévano –un especialista en el Mariátegui que todos apreciamos-, todas las demás coleguerías se han callado y habrán de callarse.

Quiero decir, con toda honestidad, que a lo largo de estos años he hecho todo lo posible por ganarme esos silencios.

Es más: soy autor de ese silencio. He construido a pulso ese silencio. Y, de algún modo, me enorgullece ese silencio que siento más estruendoso y más reconfortante que cualquier aplauso.

Muchas gracias.

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(*) Palabras dichas anoche en la presentación de la segunda edición, corregida y aumentada, de “Cambio de Palabras”. Los comentarios estuvieron a cargo de César Lévano, cuya generosidad intelectual jamás podré agradecer debidamente, y de Pedro Salinas, uno de los pocos periodistas y escritores que admiten que la amistad y el mutuo respeto pueden sobrevivir a las diferencias.
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Fuente: Diario La Primera. 12 de Diciembre del 2008.

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